El pasado 28 de julio, la presidenta Dina Boluarte pronunció su último mensaje a la Nación. Un discurso cargado de cifras, balances técnicos y anuncios de inversión; pero también, cargado de silencios. No se trató de una omisión casual. Fue el reflejo de una gestión que, políticamente, se ha quedado sin eco, y que comunica desde un escenario que todo profesional de la comunicación conoce bien: el de la desaprobación prolongada.


Según la más reciente encuesta de CPI, publicada por RPP, la presidenta cuenta con solo 2.1% de aprobación a nivel nacional, mientras que el 97% de peruanos la desaprueba. Aunque sus palabras fueron transmitidas desde el Congreso y replicadas por todos los medios, pocas personas escucharon con expectativa. El mensaje presidencial de 2025 ha sido uno de los más discretos en términos de reacción ciudadana, y eso debería importar no solo al gobierno actual, sino también a quienes asumirán la conducción del país en 2026.
Desde una mirada estratégica, el problema no radica únicamente en el contenido del discurso, sino en su desconexión con la legitimidad. Se anunciaron inversiones públicas por más de S/ 57 mil millones y se destacó un récord en adjudicaciones de proyectos privados por más de USD 19 mil millones. Se habló de obras, crecimiento económico y planes agrícolas de gran escala. Pero el mensaje no tuvo peso simbólico. En un país con conflictos sociales latentes, inseguridad ciudadana y un Congreso sumido en escándalos, no basta con cifras para construir liderazgo.
El caso de Dina Boluarte refleja un fenómeno que los comunicadores enfrentan con frecuencia en distintos niveles de gestión: cuando la reputación está quebrada, la narrativa se debilita, y las cifras, por sí solas, no restauran la credibilidad. Comunicar desde la desaprobación obliga a una estrategia distinta, centrada no en mostrar logros, sino en asumir errores, abrir el diálogo y reconstruir puentes emocionales con la ciudadanía.
Y, sin embargo, el silencio persistió. El mensaje evitó mencionar las investigaciones fiscales contra la mandataria, los casos judiciales en curso, la tensa relación con el Ministerio Público o la fragilidad institucional que deja el actual régimen. Fue una oportunidad perdida para reconocer errores, conectar con la ciudadanía y devolver algo de sentido ético a la gestión pública.
A esto se suma una paradoja aún más compleja: se gobierna con debilidad institucional, pero se comunica desde el tecnocratismo. Se utilizan cifras para legitimar un poder que ya no se sostiene políticamente. Y el resultado, como se ha mostrado ayer, es un discurso vacío de emoción, con escasa cobertura simbólica, y con una narrativa que ya no interpela.
Desde Aral Comunicaciones, creemos que el principal desafío para quien asuma el poder en 2026 no será solo administrar un país marcado por la fragmentación y la polarización. Será también reconstruir el vínculo entre palabra y acción, entre narrativa y legitimidad. Será necesario recuperar el valor de lo simbólico, de la empatía y de la escucha activa en cada mensaje, especialmente en contextos adversos.
Porque comunicar desde el poder es fácil. Comunicar cuando ya no queda respaldo, es el verdadero arte de la comunicación pública. Y allí, el mensaje presidencial de este año deja más de una lección.